Ahora me viene a la memoria uno de
ellos…¿por ser el más especial?, no lo sé, pero en mi mente aparece un paisaje
nevado, esa nieve que tampoco representa gran cosa para mi…pero ahora que
caigo, tal vez fue el momento de mi vida que estuve más estrechamente unida a
la soledad, esa compañera de viaje que siempre está a tu lado si lo deseas.
Tendría unos 23 años y estaba en ese
momento en Inglaterra. Invierno, un pequeño pueblo del que he olvidado el
nombre.
Estaba paseando por un prado ya
teñido de blanco aunque no nevaba en ese momento.
Al extender la mirada, eso era lo que
veía…una extensión blanca, helada, silenciosa…y totalmente acogedora.
Me sentía bien…no había mucho
arbolado…el horizonte estaba como cercano y lejano al mismo tiempo…el ser
humano parecía no existir, mis pisadas iban dejando impresas una huellas que
pedían libertad.
Algún pájaro que no reconocí, pasó
sobre mi cabeza como diciendo “yo también estoy aquí”. Alcé mi mano enguantada
y le envié un beso.
Las nubes con formas caprichosas se
pegaban unas a otras como temiendo dispersarse…o abrazarse, ¿quién sabe?
Giré sobre mi misma, no se si
bailaba, porque curiosamente lo hago en solitario cuando soy feliz.
Di vueltas hasta sentirme mareada. Mi
instinto me empujaba a tirarme al suelo y coger puñados de aquella nieve fría y
amiga.
Antes de decidirme, comenzó a nevar
de nuevo.
Aquellos copos caían sobre mi como
una bendición…se deshacían sobre mi rostro, fundiéndose con el calor que
sofocaba mi cara, sin saber si eran lágrimas o nieve fundida lo que sentía
resbalar por mis mejillas.
Fue mágico…tuve que respirar fuerte
para digerir la emoción… creo que nunca como en aquel momento, me sentí YO,
dichosa, plena y sobre todo LIBRE
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