Además, la destrucción del
sindicalismo hace mucho más fácil la labor de los gobernantes, sin
movilizaciones ni huelgas, especialmente la de quienes dirigen tras la cortina.
Qué bien estaríamos si no existieran los sindicatos, piensan algunos. El
problema es que esa frase por la que suspiran los gobernantes “Qué bien
estaríamos sin sindicatos” empieza a calar entre la gente de a pie, con un discurso
cargado de improperios, gritos, oportunismo, mala leche y, sobre todo, un
enorme vacío de argumentos que se resume en: “Para lo que hacen, mejor que no
hagan nada”, “Por mí los echaba a todos y los ponía a trabajar”, “Están
vendidos, no se mueven, no están con los trabajadores”
Luego terminan reservándote para el final el placer de oír la raída
historia de: “Conozco a uno que está de liberado sindical.”. Confesar ser
liberado sindical, en estos tiempos que corren, es un auténtico pecado capital.
Mejor inventar cualquier otra cosa antes de que te descubran. Te pueden acechar
en cualquier esquina, a cualquier hora: sacando dinero, haciendo la compra,
recogiendo a tus hijos en el colegio. Cualquier lugar y excusa es buena, para
utilizar como insulto la palabra “sindicalista”. Se puede ser banquero
chupasangre, se puede ser político en cualquiera de sus muchos cargos
(concejal, alcalde, o delegado provincial.) y trincar todo lo que se quiera,
aceptar sobornos y trajes, realizar chantajes, revender terrenos públicos,
recortarle el sueldo a los trabajadores o directamente despedirlos sin
indemnización
Se puede, incluso, aumentar el recibo de la luz a los pensionistas
hasta asfixiarlos, o salir en fotos besando niños y ancianos mientras los
colegios y asilos se caen a trozos, cobrar dos o tres sueldos en tres cargos
diferentes, declarar a hacienda que se está arruinado mientras se cobra de mil
chanchullos distintos, para que su hijo obtenga la beca que le permita
comprarse una moto a costa del Estado.
En este maldito país se puede ser lo que se quiera, pero no
sindicalista. Nadie se acuerda ya de la última huelga, aquella en que nadie de
la empresa fue, excepto los dos afiliados que perdieron el sueldo de aquel día,
para que luego se firmara un acuerdo que les subió el sueldo a todos. Incluso a
aquellos que escupieron sobre la huelga.
O de Luís, ese hombre que estuvo 30 años cotizando, y que gracias a la
pre-jubilación que se consiguió en su momento, puede ahora, con 60 años y
despedido de su puesto, tirar para adelante sin necesidad de buscar un que
nadie le ofrecería. Recuerden también a Marta, la chica de 23 años que estuvo
aguantando un jefe miserable con aliento a coñac, que le obligaba a hacer más
horas extras para tener un momento de intimidad donde poder acosarla mientras
le recordaba cuándo le vencía el contrato. Hasta que su mejor amiga la llevó al
sindicato y, gracias a una liberada sindical, ahora el tipo ha tenido que
indemnizarla hasta por respirar. Son muchos los que les deben algo a los
sindicatos, y a los sindicalistas: El maestro que pudo denunciar al padre que
le pegó en la puerta del colegio, los trabajadores que consiguieron que no les
echaran de la RENAULT, la chica que pudo exigir el cumplimiento de su baja por
maternidad en su supermercado.
Porque también fue una liberada
sindical la que se puso al teléfono el día en que despidieron a Julia, la chica
de la tienda de fotos, y le ayudó a ser indemnizada como estipulan los
convenios; y aquel otro joven que movió cielo y tierra para arreglarle los
papeles al abuelo para procurarle una paga medio-decente, porque los usureros
de hace 30 años no lo aseguraban en ningún trabajo.
Para qué recordar las horas al teléfono escuchando con paciencia a
cientos de opositores a los que no aprobaron, gritando e insultado porque en el
examen no les contaron 2 décimas en la pregunta 4. O el otro compañero
sindicalista, el que denunció a la constructora que se negaba a indemnizar a la
viuda de su amigo Manuel, que trabajaba sin casco. Ya nadie se acuerda de dónde
salieron sus vacaciones, los aumentos de sueldo que se fueron consensuando, el
derecho a una indemnización por despido, a una baja por enfermedad, o a un
permiso por asuntos propios. Esta sociedad del consumo, prefiere tirar un saco
de manzanas porque una o dos están picadas, por muy sanas que estén el resto.
Los precedentes televisivos: entrenadores de fútbol, famosos de la exclusiva en
revistas, y demás subproductos, se convierten en klínex de usar y tirar dependiendo
de las modas.
Ahora, en un momento en que los trabajadores deben estar más juntos,
arropados y combatientes contra quienes realmente les explotan, aparecen
grietas prefabricadas en los despachos de los altos ejecutivos, ávidos de
hincar más el diente en el rendimiento de la clase trabajadora. ¿Quién tirará
la primera piedra?. ¿Serán los políticos gobernantes, o los banqueros quienes
hablarán de dejadez o vagancia?. ¿Tendrán capacidad moral los jueces o los
periodistas, de hablar de corrupción en las demás profesiones?. ¿Serán más
idóneos para iniciar lapidaciones, los super-empresarios del ladrillo?. ¿En qué
profesión se puede jurar que no existen vagos, corruptos, peseteros, o
ladrones?. ¿Preguntamos mejor entre la Iglesia o la Monarquía.?. Pero qué fácil
resulta rajar en este país.
Qué bien asfaltado les estamos dejando el camino a quienes realmente
nos explotan cada día. ¡Acabemos con los sindicatos!. Sí. Dejemos que la
patronal y los bancos regulen los horarios, las pensiones, los sueldos, las
condiciones laborales y los costes del despido. Verán cómo nos va a ir con la
reforma del mercado laboral, cuando los sindicatos dejen de existir y no puedan
convocarse huelgas ni manifestaciones. Verán qué contentos se pondrán algunos
cuando sepan que ya no estarán obligados a pagar las flores de los centenares
de trabajadores que mueren todos los años, a costa de sus mezquindades.
(Iñaki Gabilondo - El País)
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