Hace unos días con motivo de una de tantas comidas familiares, y después de pensarlo unos segundos, decidí ir caminando y obviar el consabido bus urbano. El día se presentaba prometedor con un sol y brisa amables, invitando a dicho paseo,-largo paseo diría yo-, pues el lugar donde se celebraba el evento estaba en el otro extremo de la ciudad. No era la primera vez que efectuaba ese trayecto, aunque en esta ocasión aconteció algo que lo hizo distinto.
En un momento concreto sucesivas imágenes irrumpieron ante mis ojos, salpicando un paisaje ruidoso de tráfico imposible y asfalto brillante. Eran como fotos de otro tiempo y lugar pero incrustadas en este nuestro de ahora. Una de ellas, la primera que me asalto, fue la silueta rayada, azul y blanca, de una modesta carpa de circo de los de antes, aquellos que recorrían ciudades, pueblos, villas y que ahora prácticamente brillan por su ausencia, dando paso a sucedáneos que ni por asomo se asemejan a aquellos de antaño ni a toda esa magia que contenían y que yo viví en mis años de infancia.
Era mediodía, y estaba cerrado al público, pero aun así pude escuchar nítidamente la música circense arropando al “speaker”, el cual ensayaba la presentación de los diferentes números para la función de la tarde. Emocionado y distinto abandoné aquel lugar lleno de encanto y recuerdos placenteros para mí en ese preciso instante.
La segunda imagen fue otra bien distinta, aunque si cabe mas hermosa. Antes incluso de que mis ojos se detuvieran fijos en aquel hermoso equino, su relincho como de aviso,
-¡eh! Que yo también estoy aquí– pareció decir.
¡Caballo....de crín canelo…solo…en tu pequeño prado…rodeado de ciudad…cautivo y libre al mismo tiempo...!
Me asaltaron sentimientos encontrados de alegría y de tristeza al contemplar tan magnífico animal atrapado en un paisaje extraño para el y su esencia; aún así, esas dos estampas de vida como de un tiempo feliz lograron, que mi decisión de ir caminando ese día, mereciera la pena.
Kero-2009
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